«El mundo le pide a la escuela
que cumpla con su estirpe civilizadora, que ciudadanice, que abra el horizonte
del trabajo, que sea inclusiva, que genere valores de aceptación y
pacificación, que cree una atmósfera de armonía y convivencia. La cuestión es
que el mismo mundo que le exige todo esto a la educación, es un mundo incapaz
de realizarlo.» (Skliar)
La frase anterior, muestra la falta de coherencia frente a
las exigencias de los gobiernos en torno a la educación inclusiva y sus
acciones para generar un proceso efectivo de inclusión en todas las áreas de la
vida, tanto para la población con discapacidad como para los demás grupos
poblacionales.
El ámbito de la educación inclusiva, para los gobiernos, al
parecer se ha convertido en una cuestión de cifras y de documentación burocrática, y el panorama resulta aún más
desolador si se enfoca la inclusión laboral o el acceso a la educación
superior.
Retomando lo concerniente a la escuela, cuando se observan
las cifras de dinero invertido y los resultados cuantitativos que presentan
tanto el gobierno nacional como las administraciones departamentales y locales,
se puede caer en la tentación de pensar que todo funciona correctamente, que
las personas con discapacidad y demás grupos poblacionales están recibiendo una
educación con calidad y están haciendo pleno ejercicio de sus derechos.
La cuestión es que, cuando se va al campo, cuando se trabaja
directamente con los estudiantes y docentes, todo el panorama que las cifras
muestran se viene abajo:
Se encuentran estudiantes que, por duro que suene, son un
mueble más de su salón, al que mueven de un lado al otro; se encuentran
docentes que, con muy buena intención, tratan de generar aprendizajes en sus
estudiantes con discapacidad, pero se ven limitados por la falta de conocimiento,
las características propias del trabajo en el aula y sus barreras actitudinales
hacia la discapacidad; se encuentran padres de familia que, tristemente, restan
importancia al proceso de aprendizaje de su hijo, generando retrasos significativos
e impactando de manera negativa en la autoestima y el autoconcepto de éste.
Hace falta que la sociedad se tome en serio el tema de la
inclusión; hace falta pasar de las cifras a los resultados observables en el
contacto con docentes y estudiantes; hace falta pasar de la sensibilización a
la toma de conciencia; hace falta que los docentes reciban formación sobre
discapacidad y dificultades del aprendizaje desde que inician su formación en
el pregrado; hace falta cambiar el paradigma de los estudiantes estándar, de
los grupos homogéneos, y comprender que las personas somos seres igualmente
diversos, que la diversidad enriquece y genera crecimiento. También es
necesario que la educación deje de trabajar sola, que dentro de las
instituciones exista un equipo interdisciplinar que responda a las necesidades
particulares de cada estudiante.
Si bien el camino para lograr este ideal no es sencillo, está en
las manos de toda persona que trabaje en favor de la educación inclusiva,
generar pequeños aportes que, al sumarse, den origen a una verdadera revolución
educativa, construyendo espacios en los que haya cabida para todos, en los que
las personas no sean tratadas como objetos, en los que se respete y se valore
la diversidad humana. Pero esta responsabilidad no recae únicamente en la
escuela: todos los actores de la sociedad deben hacer lo que les corresponda para
avanzar hacia una verdadera inclusión; y así, algún día se pueda refutar la
frase de Skliar citada al comienzo de esta reflexión y, decir a boca llena, que
ese mundo que tanto le exige a la escuela, es un mundo plenamente capaz de
realizarlo.
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