“La
familia es la base de toda sociedad”. Esta expresión, de uso común en nuestras
conversaciones, a pesar de ser una frase corta y sencilla, encierra una gran
verdad: acompañado por la familia el niño aprende a socializar, desarrolla procesos
como el pensamiento y el lenguaje, aprende a caminar, a comer por sí mismo, a
convivir, a respetar las normas, a compartir; se convierte en un ser
autónomo... todo buen padre está en el deber de preparar a su hijo para que sea
capaz de sobrevivir sin sus cuidados y su ayuda; para que sea capaz de levantar
el vuelo. Pero ¿Qué pasa cuando nos referimos a la familia de una persona con
discapacidad?
Para
estas familias la misión se intensifica y se dificulta en gran medida, en parte
por los prejuicios sociales que aún persisten hacia la discapacidad, y por la
falta de información y desorientación que caracteriza las primeras etapas de
aceptación y adaptación a la misma.
Las
familias deben ajustar sus expectativas ante el niño o el adulto que pierde la
visión, haciendo frente a sus creencias sobre la discapacidad, pasando de
exagerar las carencias a impulsar el desarrollo de las potencialidades. Además,
tienen que enfrentar constantemente la sanción social de quienes les rodean,
los cuales, en algunas ocasiones, desaprobarán sus intentos por fomentar la
autonomía de su familiar, haciéndolos sentir como seres crueles e
inmisericordes ante quien (para ellos) no es capaz de valerse por sus propios
medios.
Ante
este panorama, muchas familias pueden tener conductas de rechazo ante la
persona con discapacidad, privándole de estimulación durante las primeras
etapas del desarrollo (en el caso de los niños), lo cual puede desencadenar la aparición de conductas
propias del autismo como aislamiento social y movimientos estereotipados
(manías), y en casos más graves, desarrollar un trastorno psicótico. En los
adultos estas conductas de rechazo impactan negativamente en su autoestima,
propiciando la aparición de un trastorno depresivo y, si no se interviene a
tiempo, ideación suicida y conductas autolesivas.
Otras
familias suelen desarrollar conductas de protección excesiva que, en los niños,
obstaculizan el curso evolutivo de las etapas del desarrollo, generando, posiblemente,
dificultades en el proceso de escolarización y socialización, pues estos niños habitualmente
son tímidos, retraídos y de actitud pasiva; en casos más graves, cuando el
desarrollo evolutivo está muy comprometido, es posible encontrar deficiencias
cognitivas causadas por factores ambientales, asociadas a la discapacidad
visual. Referente a las personas
adultas, estas conductas de hiperprotección pueden desencadenar la aparición de
trastornos de ansiedad y, a su vez, impactan negativamente en el autoconcepto y
la autoestima.
Entonces
¿Todas las familias hacen daño a las personas con discapacidad visual? De
ninguna manera: cuando la familia recibe apoyo social y profesional, cuando se propicia
la resiliencia, cuando se trabaja desde las potencialidades, cuando se promueve
la autonomía (como se mencionó al inicio), la familia es un agente facilitador
en el proceso de inclusión de la persona con discapacidad; es esa estación
donde se pueden recargar las baterías emocionales y afectivas cuando afuera las
cosas no funcionen de acuerdo con lo esperado; es un soporte en los momentos de
dificultad; es la mayor motivación para emprender cada reto; es el espacio
donde verdaderamente se vive la inclusión. Cuando la familia logra ajustarse a
la discapacidad dentro de unos patrones saludables, se transforma a sí misma,
modifica su entorno y aporta un grano de arena para tener una sociedad más
incluyente.
Si en su
familia hay una persona con discapacidad visual, le recomendamos fortalecer su
red de apoyo, contactar con otras familias que haya vivido su situación y aprender de sus experiencias.
Si es un
profesional que trabaja en rehabilitación o inclusión, es importante que tenga
en cuenta a las familias, que les permita retroalimentarse y que promueva en
ellos una actitud resiliente.
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