En esta
oportunidad quiero compartir, casi a manera de desahogo, mi percepción personal
sobre la educación inclusiva, no dentro de las normas ni los documentos
oficiales, sino llevada a la realidad, a lo que ocurre dentro de los
establecimientos educativos en los que se encuentran “incluidos” los
estudiantes con discapacidad. Esta reflexión se basa en mis vivencias durante
casi cuatro años de trabajo con personas con discapacidad dentro de contextos
educativos y en mi experiencia en el rol de estudiante.
De
acuerdo con el decreto 1421 de 2017 (legislación colombiana), se define la
educación inclusiva como “un proceso permanente que reconoce, valora y responde
de manera pertinente a la diversidad de características, intereses,
posibilidades y expectativas de los niñas, niños, adolescentes, jóvenes y
adultos, cuyo objetivo es promover su desarrollo, aprendizaje y participación,
con pares de su misma edad, en un ambiente de aprendizaje común, sin
discriminación o exclusión alguna, y que garantiza, en el marco de los derechos
humanos, los apoyos y los ajustes razonables requeridos en su proceso
educativo, a través de prácticas, políticas y culturas que eliminan las
barreras existentes en el entorno educativo.” En el papel queda muy bonito,
incluso poético, pero ¿Qué pasa en realidad con la mayoría de los estudiantes incluidos
en las aulas? ¿Cómo se educa en la diversidad cuando se implementan modelos
pedagógicos que apuntan a la estandarización y a la homogenización de los
estudiantes? ¿Cómo puede un docente responder a las necesidades educativas de
todos los estudiantes cuando no recibió formación en neurociencias o
neurodidáctica? ¿Cómo se educa para la diversidad cuando no se ha trabajado en
las propias barreras actitudinales?
La
realidad es que este proceso comenzó al revés, puesto que lo primero que se
debió hacer fue modificar los programas de licenciatura y otros afines con la
educación, de tal manera que los profesores tuvieran la preparación necesaria
para responder a las demandas de aprendizaje de los estudiantes con
discapacidad; es más, ese tipo de reformas aún está pendiente. Sin embargo, y
pese a no tener la formación adecuada, muchos docentes intentan llevar algún
conocimiento a sus estudiantes con discapacidad; muchas veces trabajando de
manera personalizada pues lo más común es que el estudiante no esté nivelado
con sus compañeros, encontrando una inconsistencia entre la norma y lo que
sucede en las aulas. Este retraso en el proceso de enseñanza-aprendizaje que se
observa comúnmente en los estudiantes con discapacidad, tiene sus raíces en la
educación preescolar y primaria si no se ofreció una formación con calidad y
que responda a las necesidades de accesibilidad a la información por parte del
estudiante y continúa durante todo el proceso educativo, con graves
consecuencias para el aprendizaje si no se interviene a tiempo y se realizan
los ajustes razonables.
Y así va
pasando el tiempo, el estudiante avanza junto a sus pares, pero no tiene ni los
conocimientos ni las competencias necesarias para realizar las mismas
actividades que sus compañeros; y el docente, si el tiempo le alcanza y los
demás estudiantes se lo permiten, realiza algún tipo de trabajo con el estudiante
con discapacidad, para sentir que algo enseñó y poder mostrar algún resultado;
peor aún, en muchas ocasiones esto no ocurre: por la razón que sea, en muchas
ocasiones el estudiante con discapacidad permanece sentado, inactivo, mientras
las clases pasan y culmina la jornada.
Quiero
centrar mi reflexión en el punto anterior y, a manera de crítica constructiva,
invitar a los docentes a pensar en el futuro de ese estudiante que tal vez le
fue impuesto, que no va acorde con el grupo, para el que no lo prepararon… ¿Qué
va a pasar con los estudiantes con discapacidad si los docentes no se apropian
de su educación? Seguramente van a ser unos mendigos con diploma de bachiller o
luego de culminar su formación permanecerán encerrados en casa, aislados del
mundo. (Perdonen la dureza de la expresión anterior). No desconozco la
necesidad de los profesionales de apoyo y educadores especiales en las
instituciones educativas, pero no son ellos quienes están en las aulas, sobre
ellos no está la responsabilidad de enseñar; ellos solo son unos facilitadores
en el proceso.
La
verdadera inclusión no depende de capacitaciones, de maestrías, de material
especializado o de profesionales especializados; la verdadera inclusión depende
de la capacidad para vencer las barreras de todo tipo (especialmente las
actitudinales), de dejar fluir la creatividad y generar estrategias para la
enseñanza; de indagar e informarse y de aprender junto con su estudiante,
entendiendo sus particularidades y ayudándole a potenciar sus habilidades; la
verdadera inclusión depende de vencer la indiferencia. Mientras no se logre
combatir la indiferencia de la mayoría de los docentes hacia los estudiantes
con discapacidad, los esfuerzos de los estados y de las organizaciones sociales
para que la educación sea inclusiva serán en vano, las leyes y normas seguirán
siendo letra muerta.
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